Nos encontrábamos a escasos metros de la Grand Place cuando mi querida dijo "quién piense que Buenos Aires es cruel, es que no ha visto esta ciudad". En aquel momento me quedé petrificado, era la primera vez que la oía decir algo así.
- "¿Es que no te has dado cuenta?" - Me pregunta mientras miro sus lindos ojos, ligeramente carcomidos por su tono de voz quejoso y alarmado - "Cuando íbamos en coche absolútamente nadie prestó atención a la mendiga que llevaba a su bebé en brazos. Además, cuando pasamos por los barrios pobres casi toda la gente era árabe. Y ya me dirás cómo harán para vivir ¡si aquí te cobran hasta por ir al baño!"
Hasta entonces no había prestado atención a esa clase de detalles. Me gustaría haberle dicho que eso no era así, darle una luz de esperanza y demostrarle que estaba errada. Pero no podía hacerlo, puesto que sus palabras resultaron ser demoledoras y acertadas. Y razón no le faltaba, puesto que pese a estar rodeados de un ambiente jovial y de magníficos edificios de más de cuatro siglos de historia, Bruselas realmente era una ciudad fría y húmeda, tanto por su clima volátil como por el comportamiento de sus indiferentes habitantes.
A estas alturas de conversación, no sería descabellado afirmar que la capital de Europa actualmente no representa los valores en los que se fundó la Unión Europea, puesto que la desigualdad social puede verse reflejada en cada esquina de la metrópoli belga. Un espíritu europeo que a día de hoy tampoco se puede ver reflejado en nuestros líderes políticos, donde la nueva káiser se divierte cortando el cerdo de acción de gracias para repartir sus tajadas entre sus socios capitalistas. Desconozco cuando pasó exáctamente, pero se ve que en algún momento de la historia reciente los países del norte acabaron perdiendo el norte.
De fondo vi otra inmigrante árabe de mediana edad, pidiendo limosna junto a su hijo al lado de una terraza donde un mísero capuchino valdría seis o siete euros. Me acerqué a ella, abrí mi monedero y le dí un poco menos de veinte céntimos, por desgracia todo lo que llevaba en él en ese instante. Y sin darme cuenta de dónde estaba, le dije en perfecto castellano: - "No es mucho, pero es todo lo que llevo".
La mujer alzó su mirada a mi cara y con una media sonrisa me respondió "gracias", haciendo también uso de la lengua de Cervantes.
De fondo vi otra inmigrante árabe de mediana edad, pidiendo limosna junto a su hijo al lado de una terraza donde un mísero capuchino valdría seis o siete euros. Me acerqué a ella, abrí mi monedero y le dí un poco menos de veinte céntimos, por desgracia todo lo que llevaba en él en ese instante. Y sin darme cuenta de dónde estaba, le dije en perfecto castellano: - "No es mucho, pero es todo lo que llevo".
La mujer alzó su mirada a mi cara y con una media sonrisa me respondió "gracias", haciendo también uso de la lengua de Cervantes.